"Es hora de que los adultos reconozcamos que lo más agradable
que tiene la Navidad es la oportunidad que ella nos brinda para poder regresar,
impunemente, a la época en que el mundo podía echarse a andar con sólo enroscar
la cuerda de un juguete mecánico. Tal vez lo más siniestro de estas Navidades
de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas
postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de
vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de
retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas
otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber
inventado la electricidad. Las personas grandes han inventado el veinticinco de
diciembre para jugar con los cachivaches que el Niño Dios ha traído a los
pequeños. A las doce de la Nochebuena, lo adultos andan por la casa, midiendo
la lenta y esperanzada respiración de los niños, sin poder contener los deseos
de dar un fuerte redoble de tambor o sentarse a tocar en la sala el caramillo
mecánico que ha permanecido en el armario desde la última quincena. La pérdida
de la inocencia me enseñó al mismo tiempo que no era el Niño Dios quien nos
traía los juguetes en la Navidad, pero tuve el cuidado de no decirlo. A los
diez años, mi padre me lo reveló como un secreto de adultos, porque daba por
hecho que lo sabía, y me llevó a las tiendas de la Nochebuena para escoger los
juguetes de mis hermanos. Lo mismo me había sucedido con el misterio del parto
antes de asistir al de Matilde Amenta: me atoraba de risa cuando decían que a
los niños los traía de París una cigüeña". (Gabriel García Márquez)